Gerardo y Francisco,
hermanos y socios, tenían tres tiendas y una pequeña fábrica. Gerardo estaba
por casarse y su sueño era que su hermana asistiera a su boda. No la había
visto desde que era niño y junto con su hermano emprendieron su búsqueda.
Era la primera vez en
veinte años que ponían pie en esa vieja casa, ahora abandonada. El techo se había
derrumbado y no quedaba nada ni nadie. Gerardo buscaba en la casa, mientras
Francisco hablaba con los vecinos, todo en vano. Estaban a punto de irse cuando
encontraron un viejo buzón, lleno de cartas.
Ambos hermanos leyeron
todas las cartas que su padre escribió al recuerdo de su madre durante la
guerra y en una de ellas hablaba de haber visitado la casa de su hija, daba el
nombre del pueblo, la calle y la descripción de la casa.
Al llegar no encontraron
nada, solo la casa abandonada y un pintor vagabundo a la entrada, quién decía
no saber nada de su hermana. Le compraron un cuadro y se marcharon
decepcionados.
Una habitación callada y
vacía, el polvo en el aire se deja ver en el filo de la luz anaranjada del sol
naciente que se cuela por la cortina entreabierta. Me encuentro en un rincón,
acurrucado entre las sombras, La guerra había terminado y el tiempo pasaba
lenta y silenciosamente. Por falta de oficio poco a poco me fui convirtiendo en
vagabundo, y me había asentado en la casa abandonada de mi hija difunta. En el
sótano había encontrado varios tablones los cuales pintaba y vendía, me las
ingeniaba para hacer pintura de varios colores con cosas que encontraba por ahí.
Mi puesto de venta era en la entrada de mi casa, rara vez vendía algo, pero de
alguna manera lograba subsistir, como de costumbre.
La rutina me hizo olvidar
el tiempo, el cual pasó sin que me diera cuenta, eventualmente llegó un día en
el que realicé que mis manos se habían vuelto viejas, que mi vida era un mal
recuerdo que moría conmigo. Vendí mi último cuadro a mis hijos una tarde de otoño,
no me atreví a decirles que era su padre, después de eso vino el hambre el frío
y la muerte.