Mi mente volaba,
paulatinamente el vuelo se convirtió en galope, pasó a trote, y al final
divagaba por un abanico de pensamientos confusos y sentimientos ambiguos.
Paso el tiempo y me
tranquilicé, pensando acerca de mi, me di cuenta de cuán frío podía llegar a
ser, de lo triste que estaba, de lo vacía que se había vuelto mi vida.
Pasó el tiempo y me
entristecí, sintiendo un dolor vergonzoso por aquello que estaba a punto de
hacer, me invade un sentimiento amargo como el arrepentimiento y silencioso como
el abandono. Paso el tiempo y me enojé, un poco más y lloré.
Fido me miraba con empatía,
comprendía todo mejor que yo sin que le dijese una sola palabra. Visualicé la
magnitud de la soledad que me envolvía, me atormentaba, pero algo me
reconfortó, me di cuenta de que en mi soledad tenia un compañero, un hermano,
que estaba a mi par y lo estaría por siempre si no fuera por esto. Éramos
sombras en un mundo sin luz.
Cerré mis ojos y saboreé el
último momento con Fido luego, le di una muerte rápida e indolora, todos en
casa estábamos cabizbajos, los tiempos eran duros y teníamos que comer algo. Todos
detestábamos la idea de sacrificar a un miembro de la familia para matar el
hambre, y detestábamos aún más no tener alternativa.
En los ojos de mis hijos vi
como le di muerte a su infancia aquel lóbrego día, fue el peor de mi vida. A
partir de esa fecha todo se vino abajo, una semana después mi esposa contrajo
difteria y un día simplemente ya no despertó. Me vi obligado a dar a dos de mis
hijos a la viuda de de la Sierra, quien tenía un orfanato. La mayor, Dalia, se
quedó conmigo, ella me odiaba por haber dado a sus hermanos, yo también me
odiaba.
Pasaron dos años oscuros,
Dalia tenía dieciséis años y se fugó con un hombre de avanzada edad, lo único
que sé de él, según me contó la vendedora de frutas del mercado, es que tiene
mucho dinero, es alemán y se llama Peter Mueller. Fue entonces cuando decidí
enlistarme.