Marta Sánchez, mujer cincuentona,
incontinente, sorda, servicial, curiosa, avejentada, desempleada, viuda,
carente de olfato, miope y levemente coja, colgó el teléfono. Terminó de ver su
telenovela, luego leyó el periódico, seguido de esto fue a pegarse un baño y
por ultimo se puso su tratamiento facial. Cuando estaba poniéndose su ropa de
dormir, recordó el favor que le habían pedido, se vistió de nuevo y lo fue a
hacer.
Marta entró en el apartamento, llegó a la
cocina y tomó la comida, se dirigió al balcón, la sirvió y luego puso todo en
su lugar.
El deseo de invadir levemente la
privacidad de su vecino la invadió. Camino directamente a la habitación
principal, abrió la puerta, escuchó un débil chasquido y un objeto le cayó en
la cabeza, lo vio como un acto hostil de parte de su vecino, no supo que era
exactamente, le recogió, parecía un huevo metálico.
Diecinueve horas con doce minutos del
mismo día. El teléfono suena, la única que sabía donde estaba era la administradora del edificio donde vivía. Yo estaba recostado en el hotel, y el teléfono
quedaba lejos, deje que sonara. Me llamaron dos veces más, a la última
contesté. No entendía muy bien, era mi casera, y estaba histérica.
Diego Diéguez, detective mediocre, astuto,
de baja estatura, moreno, algo torpe, y con la habilidad de pasar totalmente
inadvertido aún cuando no lo desaseaba, nunca había tenido novia, ni novio, su
relación mas profunda era la que tenía con su perro, quien lo mordía de cuando
en cuando, después del perro, la persona mas importante en su vida era su jefe,
quien siempre amenazaba con bajarlo de rango si no empezaba a resolver casos;
el Det. Diéguez estaba en su oficina preparándose para ir a su casa.
Recientemente le habían asignado el caso dos asesinatos, con el mismo modo de
operación. El sugundo homicidio resultó tener como víctima al primer detective
que lo investigaba, el Det. Martín Prem, de sesenta y tres años de edad. Ambos
homicidios se caracterizaban por que a las víctimas se les removían los
órganos, los cortes eran exactamente iguales, y los cuerpos fueron encontrados
acostados boca arriba, con las piernas cruzadas y extendidas y las manos detrás
de la nuca.
El Det. Diéguez estaba saliendo de la
estación, cuando vio a un oficial aproximarse hacia el gritando su nombre.
Tenía una llamada urgente.
Luego de diez minutos mi casera se había
calmado y por fin estaba hablando coherentemente. Me dijo algo de una explosión
en mi apartamento, que habían llegado los bomberos.
–Señor Cruz, la policía está aquí,
¿tiene usted alguna idea de lo sucedido?
–No se, yo solo le pedí favor a la
señora Sánchez que alimentara a mi gato.
–Martita, hay no. Es que los
bomberos sacaron un cuerpo de su casa, estaba tan quemado que era imposible
decir quien era. Hay, la pobre Martita – y comenzó a llorar tristemente.
–No tengo idea de que pudo haber
pasado.
–Alo. Aquí habla el Detective
Diéguez. ¿Hablo con Santiago Cruz?
–Si. Buenas noches.
–Si, eh, mire, necesito que me
responda varias preguntas. ¿Usted cuando vuelve?
–Mañana temprano, ¿saben la causa
del incendio?
–Aparentemente se inició en la
habitación principal, por una explosión, según me dicen. Es todo lo que le
puedo decir por ahora. En cuanto este en la ciudad necesito que me llame.
–Si, está bien. Y mire…
El detective colgó el teléfono. Me quedé
inmóvil por varios segundos. Tenía miedo de regresar a la ciudad.
Hidalgo Sánchez, hombre sádico,
vegetariano, delgado, moreno, de ojos saltones y nariz torcida, era un oficial
de policía hijo de la difunta Marta Sánchez. Estaba entrando a su casa luego de
haber atendido a la escena de un crimen en donde la víctima resultó ser su
madre. Hidalgo sabía quien era el culpable, era Félix Espino, cuyo nombre
código era “Añil”, pero no planeaba ni delatarlo ni matarlo pues era su
cómplice. Hidalgo Sánchez era miembro de una banda criminal, respondía bajo el
nombre código “Naranja”. Tomó el teléfono y llamó al asesino de su madre.
–Aló, ¿ Añil? Aquí habla Naranja
–Aquí el Añil, Adelante Naranja, le
escucho..
–El plan falló, imbécil, mi madre
era la que estaba en el apartamento. ¡Mataste a mi madre hijo de puta!
–Imposible. Puse la granada para
que explotase al abrir la puerta del cuarto del mirón ese.
–Pues la que estaba en el cuarto
era mi mamá. El mirón anda de viaje.
–Si yo se, debía regresar hoy en la
noche.
–Voy a matar a ese estúpido. El cerote
va a venir a la estación mañana, yo te aviso cuando salga para que lo agarren.
–No, no es buen momento, van a
sospechar de que tenemos a alguien adentro.
–Bueno, pero yo quiero matarlo
personalmente.
–Le tengo planeado algo peor. Ya no
hablemos de esto por teléfono, juntémonos mañana en el lugar de la foto después
de almuerzo.
Hidalgo colgó el teléfono. Tenía una
fuerte migraña y estaba iracundo. Lo único que quería era matar al que creía
culpable por la muerte de su madre.
Lunes diez de octubre de mil novecientos
ochenta y ocho. Habían pasado casi dos meses desde el incendio de mi
apartamento. Ahora vivía en una casa en las afueras de la ciudad. Aun no había
ido a la policía a dar mi declaración de lo del incendio, eran las diez horas
con cuarenta y ocho y estaba en camino a hablar con el Det. Diéguez.
Entrando en la estación, vi a un oficial
de policía, se me hizo familiar pero no recordaba donde lo había visto. En su
uniforme estaba bordado su apellido: Sánchez, me puse frente a su escritorio.
–Disculpe oficial Sánchez, ¿lo
conozco de algún lado?
–Nunca lo había visto – Me dijo
viéndome a los ojos
–Debo estar confundido, ¿la oficina
del Detective Diéguez?
–Yo soy su ayudante, pase, por el
pasillo, la tercera a la derecha.
La oficina era pequeña, escondido debajo
de una montaña de papeles se escondía un escritorio, y detrás de el estaba
sentado un hombre, con la mano en los pantalones, profundamente dormido. Toqué
la puerta. No despertó. Toqué más fuerte. El hombre entreabrió un ojo, al verme
pegó un brinco y se sacó la mano.
–Señor Cruz, vaya que le tomó
tiempo venir – dijo el oficial extendiendo la mano.
Sacudí la cabeza indicándole
silenciosamente que no pensaba darle la mano por nada del mundo. Levanté mi
mano a la altura del hombro y lo saludé de lejos.
–Si, es que por seguridad decidí
esconderme un par de meses.
–Se escondió bien, no pude
encontrarlo.
–Bueno, vengo a dar mi declaración.
–Ya no es necesaria, sabemos que no
tiene nada que ver con esto. Lo que sí necesito es que me recoja los bienes que
sobrevivieron al incendio del depósito.
–He, está bien.
–La próxima vez que desaparezca,
avíseme en donde va a estar, por si necesito hablar con usted.
–Bueno, le aviso de una vez, el
primero de diciembre me mudo, y me cambio de nombre de nuevo.
–Déjele su dirección a mi ayudante,
el oficial Sánchez, en el quinto escritorio al salir del pasillo.
–¿Dónde recojo mis cosas?
–En el depósito, la bodega que esta
a tres calles de aquí, al salir, tres cuadras a la izquierda. Ah, y tengo a su
gato, se lo iré a dejar.
–Gracias. Después del 2 de
diciembre si se puede.
–No hay problema. Cierre al salir.
Al salir de la oficina fui con el oficial y le
di mi nueva dirección. Decidí no ir por mis cosas al depósito, después de todo,
había logrado vivir sin ellas estos dos meses. También decidí no cambiarme el
nombre. El trámite era simplemente demasiado engorroso.