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Andres Jimenez Ventura
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Literatura > Fábulas Noctámbulas > El Arco Iris Peludo



El Arco Iris Peludo (Parte 1)

  Noche de luna nueva.  Cuando solía tener una vida mi nombre era Roberto Cruz, luego de que empezara a perderla, me llamaban Santiago Díaz. Hoy lunes veintisiete de noviembre de mil novecientos ochenta y nueve, a las veinte horas con cincuenta y dos minutos y cuarenta y ocho segundos habrán pasado exactamente doscientas ochenta lunas, en otras palabras es la trigésimo quinta luna nueva desde aquel día en que mi vida comenzó su final.

Estoy encerrado en una institución psiquiátrica, y ahora respondo bajo el código 1050702, bordado en azul en lo que según me han dicho es la última prenda que usaré en muchos años. No me permiten el contacto con nadie desde hace una semana, las paredes han sido acolchonadas para que no me suicide golpeándome contra ellas.

He sido acusado de haber asesinado a cuatro personas y de haberme comido sus riñones, hígados, y corazón. Lamentablemente, soy inocente, y lo afirmaré mientras mantenga la cordura.

Nadie me cree pues fui declarado loco hace exactamente tres lunas, el jueves nueve de noviembre de mil novecientos ochenta y nueve a las nueve horas con cincuenta y cinco minutos y cuarenta y ocho segundos, durante la ultima luna gibada creciente que alcance a ver.

La vida en un psiquiátrico es peor que la vida en prisión. Básicamente es la misma cosa, con la diferencia de que aquí se esta rodeado de puros locos de remate, no se puede entablar conversación con nadie, además te mantienen más dopado que a un parisino a fin de mes. Lo que si me permiten es hablar solo, gritar, cantar, llorar, reír, cagarme encima, orinar a los guardias y escupir a quien se asome por la ventanilla, por desgracia carezco de vocación de desquiciado por lo que no me interesa ninguna de las anteriores.

Hace ya mucho tiempo desde mi última sonrisa. Siempre fui hombre de pocos amigos, ahora ya no tengo ninguno. Lo más cercano que tengo a un amigo es un loco de junto que me mira con ojos de sexo y aúlla por las noches.

La esperanza es algo que ya no conozco. Lo único que podría salvarme es algo que se que no pasará, que los culpables hablasen, y se entregaran, o algo menos probable, que los encontraran.

 

Todo comenzó un día jueves veintinueve enero a las siete horas con cuarenta minutos y cuarenta y ocho segundos en el año de mil novecientos ochenta y siete

Oficialmente pase de ser un hombre libre a ser una presa en la mira de los cazadores bajo la luz de la luna llena de un lunes trece de abril del mismo año a las tres horas con veintiocho minutos y cuarenta y ocho segundos, momento en el que atentaron contra mi vida por primera vez.

Era el primer novilunio del año, y me encontraba en un bosque, acampando solo. Una hora y cincuenta minutos pasado el amanecer, en el momento exacto en el que se daría la luna nueva salí de mi tienda a buscar aves para observar y fotografiar.

Cuarenta pasos al norte, oía su canto, pero no divisaba a ninguno, noventa y tres pasos al este, me encontré con un lugar lleno de maleza, pantanoso. Me abrí paso entre los arbustos y vi a un hombre encuclillado de espaldas, use mis binoculares. Estaba vestido de negro, y al parecer escarbaba o jugaba con el cuerpo de otra persona, más pequeña. Me acerque un poco más.

El hombre se detuvo, saqué mi cámara, le tome una fotografía, de los arbustos detrás de el salieron tres hombres más, en iguales condiciones que el primero, y gritaron “Miren ahí, en los arbustos.”, señalándome. Me dí la vuelta y tropecé. Era presa del pánico, me arrastré como pude hasta que me pude incorporar para caerme de bruces a los pocos metros. Me volví a levantar y corrí sin ver hacia atrás, corrí doscientos pasos al oeste, luego cien al sur, después ciento siete al este, y por último sesenta al norte. Recogí mis cosas en cuanto pude, y salí corriendo de ahí.

Fue cuando llegué al hotel que me di cuenta que había dejado botados mis binoculares y mi cámara,  ambos identificados con mi nombre y dirección.

Una semana después vi la noticia del asesinato de un niño en el bosque, de inmediato reconocí la escena y a las dieciséis horas con cincuenta y un minutos y treinta y seis segundos  del jueves cinco de febrero acudí a la policía.

La luna es cuarto creciente, la jefatura estaba pintada de gris, no había ventanas, y a la derecha, tres pasos después de la entrada, se encontraba el cuarto para hacer declaraciones con el único oficial que había visto en el lugar sentado con cara de perdido frente a una computadora. Di mi declaración de lo sucedido, me indicaron que no saliera de la ciudad y regresé a casa.

Luna llena, del lunes trece de abril de mil novecientos ochenta y siete, veinte lunas después del asesinato, dieciocho después de mi declaración. Exactamente a las tres horas con  veintiocho minutos y cuarenta y ocho segundos me desperté de un sueño ligero y oí ruidos en la planta baja.

Tomé mi arma una Smith & Wesson calibre 45, que guardaba en mi mesa de dormir, y bajé las gradas. Faltaban quince escalones cuando tropecé, caí y disparé por accidente.

Una vez de pie, aun miraba borroso. Revisé todo el primer nivel, y no encontré nada fuera de lugar, fui al garaje y todo estaba aparentemente en orden. <Roberto, te estas volviendo paranoico> pensé.

Decidí ir a dar una vuelta en auto, era costumbre que cuando estaba tenso, o insomne, salía a correr mi auto en la madrugada, cuando los semáforos no servían, y los autos eran escasos en las calles.

Saliendo de mi vecindario noté los frenos un poco flojos. <Tengo que ir al taller mañana o el día después, para que revisen esta mierda y le hagan servicio de una vez> me dije a mi mismo.

Estaba sobre una de las avenidas más amplias de la ciudad, no había ningún carro a la vista. Ciento quince kilómetros por hora. Encendí la radio, sonaba una de mis canciones favoritas de ese entonces, ya olvidé cual era. Ciento cuarenta kilómetros por hora. Subí el volumen  y comencé a cantar. Ciento sesenta kilómetros por hora.

A lo lejos divisé un puesto de registro de la policía y fue entonces que me di cuenta de que mis frenos no servían. <Maldición, mierda, mierda ¡me escupen las putas! ¡Verga puta mierda!> pensaba una y otra vez.

Me hice cada vez más a la derecha, hasta que mis llantas raspaban el borde de la acera, era la única forma de disminuir mi velocidad. El ruido era insoportable, de pronto mi llanta delantera derecha estalló, gire el timón y mi auto comenzó a dar vueltas. Lo siguiente que recuerdo es haber despertado en el pavimento.

Mi auto estaba destrozado, me había estrellado contra una de las radiopatrullas del puesto de registro, y aparentemente había herido gravemente a tres oficiales. Posteriormente la investigación demostró que mis frenos habían sido cortados, y fui eximido de culpa. Ya había pagado por los gastos médicos, nunca reclamé ese dinero. Talvez en el fondo, sí me sentía culpable por el accidente. A partir de ese día mi vida se vino a pique.

Categoría: El Arco Iris Peludo | Ha añadido: andresjimenez (2008-12-17) | Autor: Andres Jiménez Ventura
Visiones: 705 | Ranking: 5.0/2 |
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